ALIMENTOS FUNCIONALES: ¿NECESIDAD O LUJO?
Por: Eva María Trescastro-López y Josep Bernabeu-Mestre
Como ocurre en otros ámbitos de la actividad científica, también en el campo de la nutrición humana y la dietética se asiste al fenómeno de las modas. Precisamente, en el campo de la nutrición actualmente uno de los temas “de moda” son los alimentos funcionales. A lo largo de la historia, las recomendaciones o pautas de carácter dietético han estado muy relacionadas, no sólo con los avances de la ciencia de la
nutrición, sino también con el concepto de salud vigente en cada momento histórico.
De hecho, los alimentos funcionales deben abordarse en el marco de la evolución que ha mostrado la dietética, y desde que se empezaron a establecer las primeras pautas, se fueron produciendo –y se siguen produciendo– cambios importantes en las propiedades nutritivas consideradas y en los criterios utilizados para determinar la adecuación de las dietas.
Durante la primera mitad del siglo XX, el enfoque de los nutricionistas se había centrado en los nutrientes esenciales, aquello que denominaríamos la nutrición adecuada, mientras que durante la segunda mitad del siglo XX, además de insistir en la importancia de una alimentación adecuada en la prevención de determinados problemas de salud, el interés se empezó a orientar progresivamente hacia los compuestos bioactivos de los alimentos y el papel de la alimentación en la promoción de la salud, lo que conocemos como nutrición óptima, al reconocer que la dieta iría más allá de su mera contribución nutricional.
Pero el concepto de alimento funcional que emergió como uno de los primeros pasos en la búsqueda de una nutrición óptima y personalizada, enfocada a la promoción integral de la salud y a la reducción del riesgo de ciertas enfermedades, no goza todavía de consenso científico. Los efectos beneficiosos de muchos alimentos funcionales son, por el momento, especulativos, aunque empiezan a consolidarse evidencias científicas sobre las propiedades de ciertos grupos de alimentos funcionales. De hecho la Dieta Mediterránea proporciona numerosos y variados alimentos funcionales: frutas, verduras, legumbres, hortalizas, pescados, lácteos fermentados, aceite de oliva virgen y, en cantidades moderadas, frutos secos.
Así pues, desde su formulación el concepto de alimento funcional ha estado rodeado de controversias que conviene recordar, algunas de ellas de carácter conceptual. El origen de los alimentos funcionales formaba parte de una estrategia para mejorar la calidad de vida, especialmente de la población anciana, y muy en la línea del marketing pasaron a formar parte del arsenal de “alimentos fortificados con ingredientes capaces de provocar efectos beneficiosos para la salud”. Sin embargo no deben confundirse con los alimentos enriquecidos, suplementados o propiamente fortificados, ya que en estos últimos la adición de nutrientes busca aumentar su valor nutritivo, pero no va más allá, en el sentido de pretender mejorar la salud de la población a la que se destina, excepto en las consecuencias que se derivan de una mejor adecuación de las necesidades nutritivas. A pesar de todo, la frontera entre ambos grupos de alimentos no siempre está bien definida, y así la adición de nutrientes como el calcio, zinc, o vitaminas antioxidantes puede aportar ambos valores: el nutricional no funcional y el funcional.
Pero es sobre todo en el balance coste/beneficios donde probablemente se sitúan la mayor parte de las controversias y donde procede plantear la pregunta ¿Necesitamos realmente alimentos funcionales? Nadie pone en duda que una alimentación desequilibrada supone una factor de riesgo para la aparición de ciertas enfermedades y que, por el contrario, una alimentación adecuada puede aportar un efecto protector para la salud. Sin embargo, no existe tanto consenso, cuando se plantea si una combinación específica en cantidad y calidad de los alimentos que ingerimos es suficiente para alcanzar los beneficios extra que en un principio cabría otorgar a los alimentos funcionales. Si la respuesta es negativa, ya tenemos justificada la necesidad de complementar una dieta equilibrada con algunos alimentos o componentes de los mismos con efectos específicos y positivos para la salud.
Sin embargo, también podemos contemplar la cuestión desde otra perspectiva. Si admitimos la importancia de la alimentación en el mantenimiento de una buena salud, y el efecto negativo que los malos hábitos alimentarios ejercen sobre la misma, para alcanzar el objetivo de una alimentación y nutrición saludables, nos podemos encontrar, básicamente, ante dos posibles estrategias. La primera, quizás la más razonable, insistir en la práctica de hábitos alimentarios correctos. Frente a ella, y en particular cuando los resultados o el impacto de la promoción de dichas prácticas
saludables no son los esperados, intentar mejorar la salud introduciendo cambios en la composición de los alimentos, tal como se pretende con los alimentos funcionales.
¿Se está imponiendo la estrategia de los alimentos funcionales frente a la de la promoción de hábitos alimentarios saludables? Si es así, ¿qué consecuencias se pueden derivar?
Los nuevos estilos de vida son, al menos en parte, responsables de que un sector importante de la población haya abandonado unos hábitos de alimentación saludables que durante mucho tiempo han formado parte de nuestra tradición y cultura alimentaria. El ritmo de vida actual, la gran oferta de alimentos, la falta de tiempo para cocinar o las pocas ganas de hacerlo, unido a la falta de información y conocimiento en nutrición, hacen que se tomen decisiones erróneas en cuanto a la selección de los alimentos que se van a consumir. Traducido en términos alimentarios, nos encontramos ante un consumo excesivo de productos de origen animal y, por el contrario, ante una escasa ingesta de productos vegetales. Unos hábitos erróneos que adquieren la condición de factor de riesgo en algunos de los principales problemas de salud que definen el actual panorama epidemiológico, tal como ocurre con las enfermedades cardiovasculares o con el cáncer, dos de las principales causas de muerte en las sociedades desarrolladas como la nuestra. Para reducir su incidencia no tenemos ninguna duda acerca de la idoneidad de la promoción de hábitos alimentarios capaces de rebajar el consumo de grasas saturadas y de colesterol y aumentar el de fibra y antioxidantes (o reiterando lo que afirmábamos hace un momento, reducir el consumo de productos de origen animal y aumentar el de frutas y verduras). Por el contrario, sí que existen dudas cuando nos planteamos si pueden alcanzar el mismo objetivo los alimentos modificados, para hacerlos, por ejemplo, más cardiosaludables.
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Referencia
Alimentos funcionales: ¿necesidad o lujo? Rev Esp Nutr Hum Diet. 2015; 19(1): 1 – 3